Hasta en la vajilla inglesa crecen brotes verdes.


brotes verdes

Es domingo, me he comido un bote de pepinillos en vinagre al estragón, una bolsa de Tyrells sea salt&cider vinegar, y una ensalada con la vinagreta más avinagrada de mi histórico de vinagretas. Me he quemado el esófago, la lengua y las encías. Desde hace semanas pido limón en los restaurantes a dónde vamos a cenar para aderezar hasta el pan. Tampoco puedo resistirme a los trozos de limón de las coca-colas, los saco disimuladamente del vaso, le pego un bocado a los minúsculos triangulitos que forman sus jugosos gajos cuando son amputados por el camarero para convertirlo en guirnaldas de refresco, y finalmente, vuelvo a meter la cáscara como si no hubiese pasado nada. Todo un misterio. Ni siquiera Internet, donde puedes encontrar todos los síntomas de tu cáncer imaginario, puede diagnosticar el por qué de esta obsesión por el ácido. Será para contrarrestar los efectos de la hipertensión juvenil que me produce estar en el paro. El caso es que por primera vez,  he tenido que hacer la cola ante una oficina de la Inseguridad Social, como todos los que veo en las noticias de La2. Hace unas semanas mi empresa decidió hacer un ERE encubierto basado en las incompatibilidades personales de los jefes con sus equipos. Y, ¡Bingo!, yo me llevaba fatal con mi jefa y fui la última en llegar, así que cuando la dirección le dijo que redujera un 15% la plantilla sin que nadie lo notase, me eligió a mi (a todo esto, pues si que he engordado para ocupar el 15% de la plantilla no? hubiera preferido ser un 1%)

Al principio me decía, a ver, esto es mera política, y además yo me quería pirar casi desde que llegué. Serán un poco duros los primeros días y tal pero bueno, siempre tengo miles de planes; dormir 2 horas más, ver 3 capítulos de Game of Thrones rozando la madrugada o rebatir los argumentos religiosos de los Testigos de Jehová que pretenden enrolarme por la calle, así que no me voy a preocupar ahora. Pero luego me di cuenta de que había sido una elegida. La lotería del tiempo me había tocado a mi, también la de la paz auditiva, visual y olfativa. Ya no tendría que oír las estúpidas carcajadas de Hilary Banks detrás de un armario en ese soso open space, ni los pedos que pretendían ser disimulados con el crujir de una silla nueva, ni ver a mi jefe cepillándose los dientes en su mesa o el bigote ondulante que me desafiaba cuando hablaba con unA compañerA. Adiós al aliento nicotinoso-sarrolítico que me obligaba a hacerle la cobra a más de uno cuando me hacían preguntas a las que yo respondía —Lo siento, ye ne parlé pas fransé, ye ne sé pas, pregunta a otro—y directa al baño con nauseas.

Sólo con esto sentía que dios me había escuchado, el dios del queso  Philadelphia en el que siempre tuve fe, por fin se había dado cuenta de que yo no tenía el coraje para salir de ahí y que había que sacarme a rastras, bueno, seamos honestos, a rastras con un cheque delante, claro.

Ahora he perdido la consciencia del tiempo, puedo mirar una silla durante 20 minutos sin pensar en nada y lo más importante, sin estresarme. También he descubierto el misterio de las cucharillas, sé que se suicidan al vaciar el plato del desayuno en la basura y por eso su índice de población disminuye de manera dramática hasta que compro más. Antes tenía un gran bloque de legañas, dada la prontitud antinatural a la que me levantaba, que me impedía ver lo que resbalaba del plato con las migas y las servilletas de papel. Ahora lo veo todo y puedo frenar el éxodo de cucharillas antes de que sea demasiado tarde.

Me ha dado tiempo a contrastar los papeles de Bárcenas con las cuentas del PP, y he descubierto que nos toman hasta los pelos de las cejas. A esto se suma que mientras aprendo a cocinar, escucho la radio y resulta que tenemos un ex-duque con mucho sentido del humor; hace rimas con la gimnasia de su aparato reproductor y su ex-título nobiliario, pero luego se le olvida borrar los emails donde se declara retrasado mental, al abandonar una empresa. Todo ingenio. El mismo que el de Olvido Hormigos. Es listísima. Con lo pesada que comienza a ser la responsabilidad política para los políticos, ¿qué mejor manera de dejar el cargo sin sufrir un desahucio por impago? Masturbarse en Youtube, si señor!!! Esto se llama un buen plan de recolocación laboral; del sector político al mundo del porno. Es genial.

Y cómo no, de lo que más tiempo tengo es de viajar, bueno, de planificar viajes. Yo planifico un viaje a Tokio pero ejecuto un viaje a Londres. Este fin de semana por cierto,  estuve tomando un té con la reina Isabel después de un día de shopping vintage por Brick Lane, así que para terminar os dejo un extracto de nuestra conversación:

—Hola doña Isabel ¿como está usted? perdone que no me incline, es que soy antimonárquica—le dije al tiempo que le cogía cariñosamente la mano.

—No te preocupes hija, yo tampoco lo hago por la hernia discal, los achaques de la edad, ya sabes, se acabó eso de recoger setas mientras Carlos está de cacería.

—Bueno, pues cuénteme como se encuentra emocionalmente siendo tan venerada.

—Pues un poco harta ¿Sabe? bebo demasiado té Twinings y como mucho Weetabix, me paso el día en el retrete. Menos mal que aprovecho ese momento para que me hagan la pedicura porque sino sería un tiempo completamente improductivo y ya sabes que a esta edad nos queremos sentir activos y no nos gusta que nos mangoneen.

—Entiendo… es cierto, había olvidado aquel contrato de publicidad que firmó con las dos marcas hace ya algunos años…

—Uy si, calle, calle. Fue la época en la que mi índice de popularidad estaba por los suelos por culpa de la zorra de Lady Di y no me quedó otra opción para llegar a la casa de los británicos que meterme de lleno en su desayuno, y mira como lo estoy pagando; con un colon irritable y los dientes marrones de tanta teína, menos mal que son postizos y me los cambian con regularidad.

—Uf no me lo quiero ni imaginar—dije con tono de compasión—. Tiene que ser duro.

—Estoy hasta el gorro de ser reina, yo debería estar en Benidorm con el resto de compatriotas de mi edad y jugar al Tute con una copita de anís al medio día como está mandao. Y no aquí al borde de la momificación sonriendo cada vez que bajo las escaleras de cualquier sitio solo para hacer ver al mundo que soy feliz llevando una corona de 2 kilos en la cabeza al tiempo que controlo la cola de mi vestido los días de viento.

 —Pues lleva  usted razón, si yo fuera usted lo mandaría todo a la mierda y me iría a bailar Marisol a un buen rascacielos al borde de la playa.

 —Eso mismo pienso cada día que me levanto, y creo que pronto llegará el momento en el que la portada de The Sun cambie vuestro mundo y el mío—me dijo con los ojos llenos de entusiasmo—. Bueno hija, le  tengo que dejar, tengo una comida familiar con mis nietos y las putillas con las que se han casado para dilapidar mi herencia y fumar marihuana a tutiplén. Nos vemos la próxima vez que se pase por la puerta del Buckingham palace, hágame una perdida y saldré por la puerta de atrás durante la performance que hacen los guardias para distraer a los turistas.

 —De acuerdo, cuídese! —y se fue torpemente por la ventana del baño.

Cogí el Eurostar y de vuelta a mi ociosa vida de parada.

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Cuchillo, cuchara y tenedor…¡mierda!…ya me he vuelto a confundir de orden.


Quien perdió a un amigo a veces se pregunta si algún día lo fue.

¿Qué es un amigo?

¿Hay tipos de amigos ?

Según su grado, forma y color hay cierta tendencia a inventariar las amistades como si fueran los cubiertos del cajón de la cocina; los amigos tenedores, con los tenedores. Éstos se utilizan para sujetar la carne mientras el amigo cuchillo la corta…

Hace poco alguien me dijo que quizás era demasiado exigente con el significado de “amistad”. Llevaba razón. Tengo un problema de psicomotricidad social que no me permite ordenar los tenedores y los cuchillos por separado, tampoco las cucharillas de Moka de las de café. Esto es consecuencia de una dislexia, también social, que no me permite distinguir una cuchara sopera de una pala de pescado. Para mi todos son cubiertos y a pesar de su diversidad cumplen con la misma función: Facilitar mi alimentación emocional.

A veces el cuchillo que corta un día, otro, sirve para empujar el arroz hacia el tenedor. La cuchara cuando no me acerca algo tan inconsistente como un gazpacho a la boca, en equipo con el tenedor, me sirven la ensalada.

Los cubiertos son objetos de forma inalterable (si no nos salimos de la dieta mediterránea en su uso, claro) muy al contrario de su función. No puedo pues, seguir este protocolo sin salirme del cajón, me vais a perdonar, pero no. Entenderéis que una cubertería durable, que soporte todos los momentos malos y buenos, mis aciertos y desaciertos, mis locuras y agonías, no puede ser una de chichinabo. No puede ser mitad plástico mitad metal. La mía tiene que ser de STAINLESS STEEL.

 ¿Perteneceré yo a una cubertería? ¿A una de chichinabo o a una de acero inoxidable? ¿Seré estrictamente un cuchillo o una pinza de marisco? ¿Sabré darme bien la ducha en el lavavajillas o tendré siempre restos de Calgonit?

Sólo al final de mi vida cuando juegue a la brisca, haga crochet y tenga tiempo de jardín para echar una miradita atrás, podré sacar conclusiones. Mientras esto sucede y ante lo complicado de mirarse bien en el reflejo de otras piezas de cubertería, quiero dar las gracias a los que como si de una navaja suiza se tratara, hincáis las uñas para sacar todos los cubiertos que puedo ser y a los que me conocisteis como un tenedor y ahora me veis como un cuchillo ¿Quién sabe? Quizás algún día pueda serviros el azúcar del café 😉

Si Jesús Gil levantara la cabeza, estaría muy contento de ver una ciudad “colchonera” más allá de sus fronteras.


Es verano, o eso dice el calendario del proveedor de perchas que tengo en la oficina. La ciudad está vacía. Vacía de Parisinos. Es como dejar de llevar faja. Una vez se han ido, te sientes liberado, ya no tienes que pintarte las uñas del mismo color que los labios, ni poner cara de siesa a los que hacen cola para comprar agua desmineralizada en el supermercado . Las baguettes ahora se llaman barras de pan o pistolas, como tiene que ser, aunque no te entiendan. Tampoco tienes que entrar y salir del baño como si fueras a, o acabaras de desembarazarte de unos Louboutin. Puedes pasear en bici tranquilamente sin camiones de fruta de contrabando aparcados, uy! qué digo aparcados, encajados como una pieza de Tetris en el carril bici.

No es necesario jugar a las sillas musicales para encontrar un sitio libre en una terraza. Oyes cantar a los pocos pájaros que no han hecho huelga por el plan de austeridad climatológica que nos regala esta eterna borrasca. Esa que me obliga a sacar el chubasquero de caperucita, bajo el que escondo mis coloridos y ligeros atuendos de verano. Ya no hay espera en las tiendas en las que siempre se te quitan las ganas de comprar cuando ves los kilómetros que te quedan por recorrer, cargada como los que aguardan en el puerto de Algeciras, para que el cajero te sonría, te diga cínicamente “Bonjour”, te pida marcar educadamente el número secreto de tu tarjeta de socio del Club “Yo También Trabajo Para Un Capitalista, Pero Me Desahogo Comprando”, meta lo que deseas que sea tuyo pero que no es de tu talla en la bolsa , y con una sonrisa igual de cínica que el Bonjour, te diga “Bonne journée madame, Au revoir”. Acto seguido, no sé por qué, siempre tengo un pensamiento grosero no propio del alma cándida que aparento ser: “Bonne journée…¡Los cojones!”. Yo creo que es fruto de mi aflicción.

Un periodo en el que la ciudad saca el disfraz de obrero y para meterse en el papel, ante la imposibilidad de enseñar la hucha con fines recaudatorios, expone carteles amarillos y corta carriles con barreras rojiblancas rellenas de hormigón, lo cual me hace sentir como si deambulara por los alrededores del Vicente Calderón. En los semáforos siento el irrefrenable impulso de mirarme en el reflejo de los escaparates para comprobar que no voy vestida como las  trabajadoras que frecuentan esta conocida zona de desahogo para colchoneros.

Como bien decía, no hay parisinos, sólo turistas e inmigrantes como yo. Este evento convierte por unas semanas la ciudad de París en un plató de los Universal Studios o de cualquier otro conglomerado de decorados cinematográficos. Cuando paso por delante de la catedral de Notre Dame de Victor Hugo, me pregunto si no es una réplica de cartón piedra la que luce frente al Petit Pont. Total, a los japoneses sólo les importa el “Yo estuve allí”, hasta son capaces de sacarle un ojo a un compatriota, a pesar de las dificultades que conlleva su morfología facial, con tal de que salgan sus monturas de pasta delante de tal monumento. Algunos incluso hacen ofrendas a Pikachu para que el jorobado asome la cabeza por una de sus vidrieras llenas de mugre y revalorice la foto. El ayuntamiento se está planteando contratar al Quasimodo que trabaja en Disneyland, así éste se saca unas perrillas, que con esto de la crisis y con lo feo que es, tiene que hacer horas extras para irse de p…

El caso es que esta ciudad no se está tan mal. Sí, lo sé, lo digo porque este fin de semana a sido uno veraniego de verdad, de esos en los que se te mueren las plantas. De los de Barcelona o Madrid. Algo sospechoso teniendo en cuenta que llevamos desde mayo del 2011 con temperaturas por debajo de los 20°. Para mi que han sobornado al Anticiclón por si acaso a los del COI les daba por hacernos una visita. Hasta los fenómenos meteorológicos han caído en el cohecho. Estaban desesperados por ganar París 2020, angelitos, creo que no entendieron que si las falsificaciones chinas han llegado a ser el equipamiento oficial de los JJOO es porque las reglas de juego han cambiado: ya no hay.

Por suerte para los ciclámenes, nuestra amiga la Borrasca, tiene principios más sólidos que los de Rajoy, así que, he vuelto a poner mi chubasquero de caperucita roja en el perchero de la entrada.

Lo que daría yo por una Horchata de Chufa…

Rompetechos, Would you marry me?


Estoy tomando una Coca-cola Zero rica en edulcorantes cancerígenos en una terraza con amigos. En ese mismo instante, la vecina Doña Paquita decide regar sus plantas, cuya trayectoria de evacuación coincide con la posición de mi vaso en la mesa. Ya no reconozco el gusto de la Coca-Cola. Rezo a la virgen de la Alpargata para que el agua que le ha caído no contenga hormonas de crecimiento para Hortensias.

Una vez llegado al fin de este mágico momento, creo que me voy a casa a descansar. Durante la transición  mental entre la calle y la cama, justo cuando estoy acariciando el suave tacto de las sábanas, me doy cuenta de que he olvidado las llaves a 1Km de ida más 1Km de vuelta.

Paseo hasta recuperarlas con resignación intentando no cruzarme con ningún atracador espontáneo. De tanto mirar a un lado y a otro me he comido un bolardo con la espinilla.

Al día siguiente voy a currar en moto con el correspondiente moratón y unos pantalones cortos porque me he levantado optimista con respecto a la meteorología. De esta guisa y en mitad del diluvio universal,  estoy a punto de morir arrollada por un gran BMW conducido al estilo asiático, con una “L” temeraria bien visible en la luna trasera. A salvo y empapada, los transeúntes me miran con la mano en la boca. Enseguida deduzco que no es porque esté buena, sino porque la postura técnica para conducir scooters sube todavía más mi short hasta convertirlo en una discreta braguita. Me toman por exhibicionista.

Sin dignidad, llego a casa y abro la puerta con prisa para coger la vacuna que cuidadosamente he guardado en todas la neveras de paso hasta la mía para respetar con rigor religioso la cadena de frío. Salgo pitando, esta vez a pie, antes de que la asistente del médico me lance rayos láser con la verruga de su bigote por llegar tarde. Por el camino, piso infinidad de charcos con sandalias. La mejor sensación del mundo que uno puede tener, considerando que no son charcos formados en la montaña con agua termal, sino de acera corriente y moliente con todas las propiedades que su composición química posee, entre ellas, pipí de chihuahua pijo, imagino que cicatrizante.

Como es habitual, en la sala de espera, el médico abre la puerta y es incapaz de pronunciar mi apellido. Se lo articulo yo. Pasamos a su impoluta consulta con todo blanco, incluido su Mac. Le cuento todas mis penas orgánicas y genéticas. Al ir a ponerme la vacuna, se da cuenta de que está caducada. Antes de que me salga una tercera pierna verde, decide sacar otra de su nevera, también blanca. Al salir de la consulta veo pasar el arca de Noé con todos los animales dentro navegando por la calle que sube a mi casa. Esto me hace recordar que he olvidado mi paraguas en el 5º piso de la consulta de mi médico impoluto. Subo a por él empujada por una incontinencia severa, lo cojo y vuelvo a casa pensando en la revista que leeré al llegar mientras tanto. Abro la puerta. Un charco del tamaño de una meada de elefante cubre el suelo. La cocina está inundada. En Francia no usan el magnífico invento español, la Fregona. ¡Mierda!. Cojo trapos, bayetas, esponjas de ducha y demás objetos absorbentes. Consigo arreglar el problema. Un desagüe mal desaguado me ha jodido la tarde.

Tengo hambre. La nevera está oficialmente vacía después de haber sacado el envase de la vacuna, sólo me queda un triste sobre de queso rallado en polvo. Me hago un poco de macarrones para amortizarlo. Vacío con premura el sobre de queso en el plato y lo mezclo todo para que coja gustillo. En el cuarto buche siento un fuerte sabor a Roquefort. Miro el sobre de queso y leo “Parmiggiano Reggiano”. Tiro los macarrones a la basura.  Queriendo no correr mas riesgos de los necesarios, decido irme a la cama. Para resetear el cerebro de un día a lo Rompetechos, intento leer el libro que intento leer desde hace 1 año. Después de la 7ª frase, me quedo dormida. Vaya, todavía me quedan 2 años más para acabarlo.

El Mundo a -10°



Manga corta, series a lo Miami Beach en La2 y una larga siesta después de comerme una sandía fresquita. La vida parece otra porque el mundo ya no es el mismo. En realidad vengo de abandonar una ciudad donde lo menos importante era esquivar la placas de hielo, más que nada porque no había. El hielo estaba en formato punta redondeada-base plana; gracias a IKEA forma de cruz o de osito. Como mucho, sabor a fresa y lima tropical, pero ver el hielo en forma de escupitajo, chorro de agua de alcantarilla y pis de perro, francamente, se me hace duro. Nací en Madrid y supe lo que eran los bajo cero en las paradas de autobús. Las aventuras en Barcelona, donde hace más calor que en el sur, han borrado de mi sistema límbico lo poco que me gusta pasar frío. Ahora el de París me ha hecho reflexionar y valorar la de cosas que se pueden hacer viviendo en el sur en una playa del norte…