Rompetechos, Would you marry me?


Estoy tomando una Coca-cola Zero rica en edulcorantes cancerígenos en una terraza con amigos. En ese mismo instante, la vecina Doña Paquita decide regar sus plantas, cuya trayectoria de evacuación coincide con la posición de mi vaso en la mesa. Ya no reconozco el gusto de la Coca-Cola. Rezo a la virgen de la Alpargata para que el agua que le ha caído no contenga hormonas de crecimiento para Hortensias.

Una vez llegado al fin de este mágico momento, creo que me voy a casa a descansar. Durante la transición  mental entre la calle y la cama, justo cuando estoy acariciando el suave tacto de las sábanas, me doy cuenta de que he olvidado las llaves a 1Km de ida más 1Km de vuelta.

Paseo hasta recuperarlas con resignación intentando no cruzarme con ningún atracador espontáneo. De tanto mirar a un lado y a otro me he comido un bolardo con la espinilla.

Al día siguiente voy a currar en moto con el correspondiente moratón y unos pantalones cortos porque me he levantado optimista con respecto a la meteorología. De esta guisa y en mitad del diluvio universal,  estoy a punto de morir arrollada por un gran BMW conducido al estilo asiático, con una “L” temeraria bien visible en la luna trasera. A salvo y empapada, los transeúntes me miran con la mano en la boca. Enseguida deduzco que no es porque esté buena, sino porque la postura técnica para conducir scooters sube todavía más mi short hasta convertirlo en una discreta braguita. Me toman por exhibicionista.

Sin dignidad, llego a casa y abro la puerta con prisa para coger la vacuna que cuidadosamente he guardado en todas la neveras de paso hasta la mía para respetar con rigor religioso la cadena de frío. Salgo pitando, esta vez a pie, antes de que la asistente del médico me lance rayos láser con la verruga de su bigote por llegar tarde. Por el camino, piso infinidad de charcos con sandalias. La mejor sensación del mundo que uno puede tener, considerando que no son charcos formados en la montaña con agua termal, sino de acera corriente y moliente con todas las propiedades que su composición química posee, entre ellas, pipí de chihuahua pijo, imagino que cicatrizante.

Como es habitual, en la sala de espera, el médico abre la puerta y es incapaz de pronunciar mi apellido. Se lo articulo yo. Pasamos a su impoluta consulta con todo blanco, incluido su Mac. Le cuento todas mis penas orgánicas y genéticas. Al ir a ponerme la vacuna, se da cuenta de que está caducada. Antes de que me salga una tercera pierna verde, decide sacar otra de su nevera, también blanca. Al salir de la consulta veo pasar el arca de Noé con todos los animales dentro navegando por la calle que sube a mi casa. Esto me hace recordar que he olvidado mi paraguas en el 5º piso de la consulta de mi médico impoluto. Subo a por él empujada por una incontinencia severa, lo cojo y vuelvo a casa pensando en la revista que leeré al llegar mientras tanto. Abro la puerta. Un charco del tamaño de una meada de elefante cubre el suelo. La cocina está inundada. En Francia no usan el magnífico invento español, la Fregona. ¡Mierda!. Cojo trapos, bayetas, esponjas de ducha y demás objetos absorbentes. Consigo arreglar el problema. Un desagüe mal desaguado me ha jodido la tarde.

Tengo hambre. La nevera está oficialmente vacía después de haber sacado el envase de la vacuna, sólo me queda un triste sobre de queso rallado en polvo. Me hago un poco de macarrones para amortizarlo. Vacío con premura el sobre de queso en el plato y lo mezclo todo para que coja gustillo. En el cuarto buche siento un fuerte sabor a Roquefort. Miro el sobre de queso y leo “Parmiggiano Reggiano”. Tiro los macarrones a la basura.  Queriendo no correr mas riesgos de los necesarios, decido irme a la cama. Para resetear el cerebro de un día a lo Rompetechos, intento leer el libro que intento leer desde hace 1 año. Después de la 7ª frase, me quedo dormida. Vaya, todavía me quedan 2 años más para acabarlo.