Nylon, fideos de arroz y lo que nunca quise ser, una estrella del rock.


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El caso es que como no suceden cosas más graves en el mundo, no me queda más remedio que hablar de frivolidades, y no hay frivolidad más frívola que hablar de mi última visita al peluquero. Pero empiezo por los antecedentes para que toméis conciencia del pedigrí que tiene mi pelo.

Cuando vivía en Barcelona la única peluquería donde sabían cortar un pelo lacio y espeso como el mío, no era en Llongueras, ni en Rizo’s, era en las peluquerías chinas prostibularias del Eixample. Allí dónde en la parte de atrás el marido iba a hacerse un “masaje” mientras su mujer e hijos se cortaban las melenas. Digamos que la peluquería era el recibidor y el verdadero negocio estaba detrás. Me cortaban bien el pelo porque lo tengo como una china. Yo me iba contenta y ellos también, porque les hacía de figurante para que los Mossos d’Esquadra no sospecharan de como una peluquería, regida por chinos en medio del Eixample y sin ningún cliente a la vista de manera repetitiva, podía abrir todos los días sin que el dinero saliese de las felaciones a los pobres padres de familia que ya no se veían los dedos de los pies.

Hasta entonces nunca había tenido animadversión hacía el oficio de peluquero y mucho menos aun por una raza determinada. Digo yo que para hacer aerobic con los dedos, el color de la piel y la cultura no son relevantes. Además, tampoco pido nunca que me hagan un peinado asimétrico bidireccional con mechas moradas y caoba, yo solo quiero que me peguen dos tajos y dejar de pillarme el pelo con las cremalleras.

Tengo que decir que me corto el pelo a los sumo dos veces al año, y que siempre saco la misma foto del Franck Provost en su línea de básicos para tener alguna garantía del contrato verbal que vamos a jurar mirándonos a los ojos.

Un día de verano se me ocurrió impulsivamente darme algunos reflejos solares para luchar contra la depresión que el cielo gris de París me provoca allá por el mes de julio, cuando todo el mundo empieza a publicar sus fotos en las redes sociales con la marca de uno e incluso dos bikinis. Pero aquellos reflejos estaban a punto de convertirme en una proscrita pelirroja de bote y era necesaria la intervención urgente de un profesional. Después de recorrerme todo Ménilmontant y Belleville para que alguien me auxiliara en mi urgencia capilar un sábado, resultó que en cada una de las peluquerías en las que entraba me miraban con cara de “Tú todavía no te has dado cuenta de que los sábados por la tarde hay muchas bodas étnicas en tu barrio ¿verdad?” una y otra vez. Así que cuando estaba casi tirando la toalla a la papelera levanté la vista y vi un letrero muy moderno en el que se podía leer: «Technic Hair». El nombre parecía sofisticado, quizás había una solución. Me acerqué y tres negratas orondas me dieron la bienvenida (no hay rencor en la descripción, os lo juro). Muy natural, le expliqué a la que parecía ser la más profesional, si podía quitarme el zanahorio de la parte delantera de mis cabellos. Me dijo que sí, sin problema. Le subrayé que sólo quería reflejos naturales y que no quería ver una separación antiestética entre pelo rubio y pelo moreno. Asintió con la cabeza como alguien que sabe lo que es capaz de hacer. Comenzó a echarme el decolorante y como era de esperar, se puso a rajar con una de las chascarrilleras que tenía al lado. Sentí que me había echado un decolorante para caballos y aquello comenzaba a oler mal, muy mal.

⎯ ¿Perdone, no cree que las mechas están muy blancas? ¿Me las puede quitar por favor?⎯ Le dije.

⎯ Uy sí, pero espera porque hasta que no termine el otro lado no te puedo quitar nada eh?⎯ me dijo.

⎯ Ya, pero el problema es que me va usted a quemar el pelo, me importa bien poco el tono de rubio del otro lado si por este me va a dejar calva⎯ le dije un poco cabreada.

⎯ Vale, vale hija, ya te lo quito, ya te lo quito⎯ .

Me llevó sin mucha prisa al lavabo de cabezas, me quitó la toalla y aspiró aire como quién ve dos hindúes recién nacidos siameses y unicejos.

⎯¿Ha ido bien?⎯ le pregunté

⎯ Uy, sí sí, estupendo ahora te seco la cabeza en el casco secapelos y ¡listo!⎯

⎯No, no, déjelo, ya me seco el pelo en casa, que tengo prisa sabe, tengo una cena⎯ le dije.

⎯No, no, no, te seco el pelo yo, de ninguna manera te vas a ir a secarte el pelo a casa con el frío que hace⎯ me dijo insistentemente.

⎯Que no se preocupe, vivo en el portal de enfrente de verdad⎯ dije levantándome del lavacabezas.

A medida que iba acercándome al espejo veía como sus nalgas se constreñían. Cuando me quité la toalla pegué un grito. Una mecha de fideos de arroz colgaba de mi frente, el resto entre platino Daenerys Targaryen y amarillo Leticia Sabater.

Le recriminé su falta de profesionalidad y me espetó un ⎯ Esto es lo que me habías pedido⎯. En ese momento me arrepentí de no tener la foto Franck Provost como garantía y la amenacé con denunciarla por haber convertido mi pelo en hilos de nylon con huevos revueltos. Le dije que no sabía lo que había hecho, pero que era muy gordo y que no pensaba pagarle un duro. Ella porfió que era lo que yo le había pedido. Le volví a contestar que y una mierda, que yo no le pedí hacerme un código de barras en la cabeza y que de verdad, no se imaginaba cuanto la había cagado.

Una conversación de bacalaos no podía terminar de otra manera que a gritos de pescadero, así que cogí mis cosas y me fui.

Ahora todas las mañanas paso por su peluquería, me pego al escaparate y la acojono, porque me mira a los ojos y en vez de pupilas ve cócteles molotov.

A mi Lupita Cagona

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